Por: Jesús Janacua Benites
El territorio de las comunidades indígenas ha sido asediado durante mucho tiempo por agentes externos. Desde la ley de desamortización de 1856 hasta la reforma al artículo 27 constitucional de 1992, se han desplegado distintas estrategias para desterritorializar a las comunidades indígenas y despojarlas de sus territorios y de sus recursos naturales.
El 7 de enero se cumplieron treinta años de la reforma artículo 27 constitucional que declaraba el fin del reparto agrario y que permitía la posibilidad de formar asociaciones mercantiles a las comunidades indígenas entre sí o con empresas. Esta reforma, necesaria para la implementación del Tratado de Libre Comercio con América del Norte, ha sido quizá uno de los esfuerzos más serios para desterritorializar, desde dentro mismo de las comunidades, a la comunidad como régimen de tenencia de la tierra.
En términos agrícolas, el TLC supuso la implementación de dos acciones en particular. Por un lado, la eliminación de los aranceles a la producción maicera estadounidense y, por el otro, la eliminación del subsidio federal a los campesinos mexicanos. Fue una muy eficaz acción para separar a los productores de los medios de producción.
Esto pauperizó aún más las condiciones económicas y sociales en que vivían las comunidades indígenas y rurales. A muchos no les quedó otra opción que migrar hacia Estados Unidos para encontrar los medios necesarios para vivir. Otros, los que se quedaron, se quedaron para resistir.
En tiempos de neoliberalismo rampante disfrazado de transformación social hay una pregunta que resuena con estridencia: ¿qué alternativas les quedan a las comunidades indígenas que no signifique el expolio de sus territorios, la degradación de sus elementos naturales, del deterioro de su salud?
En este contexto, la juventud rural e indígena se vive en el desconcierto de qué será de su futuro. Para muchos es claro que vivir del campo ya no es suficiente y que es necesario implementar nuevas estrategias. Estudiar una carrera universitaria, emprender algún negocio, buscar algún trabajo, se vuelven decisiones difíciles pues también es claro que nada de esto es sencillo.
¿Estudiar una carrera universitaria, emprender un negocio, encontrar algún trabajo asalariado, en realidad permiten vivir? Y, más aún, ¿vivir bien?, ¿vivir con dignidad y sin tener que abandonar su comunidad, su terruño, su familia?
Estudiar en las normales es una de las pocas opciones que las y los jóvenes de las comunidades indígenas y rurales han tenido para lograr una estabilidad económica que les permita vivir bien.
Sin embargo, los embates al normalismo se han recrudecido por lo menos desde el sexenio de Enrique Peña Nieto, quien con su reforma educativa canceló la posibilidad de tener una plaza a las y los egresados de las escuelas normales.
Desde el gobierno se ha construido una retórica peligrosamente fascista en contra de los estudiantes normalistas que delata por lo menos dos cosas. Una, que el gobierno desconoce que los orígenes del normalismo en México están en las comunidades indígenas y rurales, y otra, que su discurso es resultado de una perversidad que planea, desde una subjetividad oculta, el destino de las y los jóvenes rurales e indígenas.
El gobierno despliega un doble discurso con las comunidades indígenas. Por un lado, entrega premios y reconoce la labor de artesanos, artesanas, músicos, cocineras indígenas, pero, por otro, golpea y reprime a los estudiantes de las normales indígenas. ¿Sabrá el gobierno que son los mismos?, ¿sabrá que artesanos, músicos, cocineras, reboceras y estudiantes normalistas tienen el mismo origen?
A los detractores de la lucha normalista se les olvida algo importante: que todos los mexicanos pagamos impuestos al gobierno “antineoliberal” y que, por ello, este tendría la obligación de brindar un sistema de salud, seguridad, alimentación y educación pública y, ¿por qué no? Las condiciones para que las y los jóvenes tengan acceso no solamente a una educación digna y de calidad sino, con ello, a un trabajo digno que no signifique abandonar su terruño ni la degradación de su medio ambiente.
En tiempos de neoliberalismo rampante disfrazado de transformación social, hay una pregunta que resuena: ¿qué alternativas les queda a las comunidades indígenas?